El colonialismo no puede entenderse como un fenómeno pretérito, sino como una estructura persistente que sigue configurando las relaciones de poder en la actualidad. El colonialismo no desaparece, sino que posee la capacidad de metamorfosearse en nuevas configuraciones de dominación, reproduciéndose bajo formas sutiles o encubiertas que permean tanto en las estructuras de la economía global como en los entramados más íntimos de la vida cotidiana, modulando deseos, imaginarios y modos de existencia. Hoy en día, los cuerpos racializados encarnan de manera especialmente visible esas continuidades coloniales, pues son sometidos a regímenes de vigilancia, exclusión y precarización que revelan una jerarquía heredada de la lógica imperial.

De esta manera, el trabajo de Carlos Martiel (La Habana, Cuba, 1989) se sostiene en la fuerza de un cuerpo que encarna múltiples capas de historia y desplazamiento. Ser un artista negro y migrante latinoamericano que reside en Estados Unidos significa habitar un cruce de fronteras marcado por la memoria colonial, el exilio y la racialización. Su cuerpo no comparece en escena como una superficie neutra, sino como presencia que condensa las tensiones entre pertenencia y exclusión, libertad y sometimiento, visibilidad y silencio. Martiel transforma esa condición en lenguaje estético y político, un lenguaje que lo ha caracterizado desde sus orígenes artísticos.